
Fotografía: Dorothea Lange
Hubo un tiempo en que lo habitual era fallecer tan sólo una vez, con el corazón traspasado por una adarga o una mirada de desprecio. A menudo se moría también de pura hambre, de deseo o de impotencia. Era cruel para los deudos; sin embargo, la rapidez del tránsito y su cotidianeidad obligaban a asumir desde edad temprana la fiereza del destino humano. Después inventamos la medicina para emular el poder de los dioses. Ahora morimos, quizás, siete u ocho veces en la vida y sobrevivimos con dolor y desasosiego a todos los decesos excepto al último. También hemos desarrollado una extraña habilidad que nos permite olvidar las muertes repetidas y pensar así que habitamos en la frontera de la eternidad. Probablemente somos una especie más feliz, aunque a nuestro alrededor se muera y resucite a diario.